viernes, 29 de noviembre de 2013



Mascotas y caprichos



     
      Cada vez que me tropiezo en la calle con alguien que lleva a rastras a su perro o que le deja ir a demasiada distancia de él gracias a la extensión de su cuerda me viene a la memoria una noticia leída hace tiempo en la que se ve la desgracia que tienen estos animales cuando caen en manos de dueños desaprensivos que demuestran ser menos humanos y menos racionales de lo que se nos supone ante estos animales.

http://www.elcomercio.es/20121010/mas-actualidad/sociedad/perro-abandonado-carrtera-201210100801.html

      Recuerdo mi infancia entre animales y mascotas de la familia. Recuerdo un perro de caza blanco y negro, Setter.


      Parecía enorme, teniendo en cuenta mis cuatro o cinco años. Y el pobre animal me dejaba subir sobre él. Era muy parecido al de esta foto que he tenido que recoger de Internet porque carezco de fotos de aquellos recuerdos que no se me irán en la vida.

      

      Hasta que llegó el día de tener mi propia mascota, como ahora se llaman a los animales domésticos que acompañan nuestras vidas.

      Y no podía ser de otro modo más que otro perro, en este caso perra, de caza pero Pachón. Negra en casi toda su totalidad. Solo una franja en el pecho de color blanco. No se me ocurrió otro nombre que Perla. Era un cachorrillo de un mes a lo sumo que brillaba tremendamente, incluso en la noche.

      Era mi regalo por comenzar los estudios de bachiller. Fuimos amigos inseparables de juventud. Aprendí a valorar al mejor amigo del hombre. Y ella a estar pegada a mi como una lapa. Mi afición por la montaña era grande, y me acompañaba a cualquiera de las montañas que nos rodeaban, incluso si eran alejadas del pueblo, fuera a donde fuera, incluso haciendo noche. Si me veía con la mochila en la mano iba rápidamente a la pared donde se colgaba su correa para tratar de desengancharla, cogerla con la boca e irse a la puerta de la finca esperando una nueva aventura. 



      Cuando me hube de separa de ella para ir a vivir a Madrid  me dolía el alma por separarme, y no había un solo día que no la recordara ni una llamada de teléfono que no preguntara por ella. Todas las oportunidades que se me presentaban para volver a casa se aprovechaban. Estaba en un edificio que nos separa una calle. La primera vez que volví de Madrid y nada más subir a casa le silbé desde la ventana, un silbido tan especial que se quedó como algo común entre la panda de amigos, y que nada más que oyó la hizo volverse histérica,hasta el punto de saltar por uno de los huecos del primer piso sobre un montón de arena que un camión unos minutos antes había descargado delante del edificio. Un edifico de tres plantas que le servían de espacio total para sus correrías durante la noche hasta que por la mañana alguno de los abuelos bajaban a la finca para encargarse de la huerta, las gallinas y los conejos que tenían. Durante todo el día, hasta la noche, era el animal más agradecido que uno se pueda imaginar. Conocía y distinguía el ruido de los motor de los vehículos  que se acercaban al otro lado del muro. A todos, incluso a los que llegaban en vacaciones.

      Cuando un año, en el verano, regresé para pasar las vacaciones, los abuelos no sabían como decirme que la pobre Perla se había muerto, arrimada a la pared echada sobre la mochila que tantos años había acompañado. Ya no recuerdo el tiempo que me pasé llorando por aquella amiga del alma.

      Me dije a mi mismo que no quería tener ninguna mascota más, que con un disgusto como aquel ya tenía bastante.

      Pero no lo debí de decir muy en serio, porque con los años se presentó otra oportunidad a la que no le he podido decir que no. 
      
      Ya habían pasado bastantes años. Ya tenía dos hijos. Y a las puertas de un recinto donde los hijos hacían deporte, un día había una furgoneta con las puertas abiertas con un grupo de niños a su alrededor porque en su interior había un balde y casi una docena de cachorrillos que aún estaban en el proceso de abrir los ojos. Eran un regalo a la vista, y los chiquillos se volvían locos con sus padres pidiendo un cachorrillo. Eran regalados. Los dueños se veían impotentes para alimentar tantos perros. Consideraron que un buen lugar para desprenderse de ellos eran las puertas de un recinto junto a un parque donde la afluencia de niños estaba asegurada. ¡Papá, por favor!  ¡Por favor papá! 
      
      El caso es que fui pasando la vista por todos ellos, indeciso entre alegrar la vida a los hijos o alegrarme la mía propia. ¡Qué pasará cuando llegue a casa!  Cuando en un piso haya un cachorro entre madre e hijos, ¿se va a convertir en un incordio o en un juguete?

      La suerte estaba echada. Tendría una nueva mascota que atender y por la que preocuparme. Un agravante, el cachorro era un cruce de mastín y pointer. ¡Como para tenerlo en casa! 

      Pero el comienzo de un pequeño negocio con el que pretendía salvar los estudios de los hijos salvaron el problema. Y creció, y creció hasta que puesto en pie era mucho mayor que yo. Otro gran amigo que se pasaba el tiempo pegado a la máquina que tenía que hacer mover en cada momento. Las anécdotas serían mayores y más sentidas que las de Perla, que ya es decir. Le llamamos Zar, era negro con el pecho blanco, la punta del rabo también era blanco sus patas blancas también, parecían unos calcetines. Y tuvo un compañero, setter blanco y marrón.

      Pero este resultó un dolor de muelas con sus escapadas y sus recogidas en la perrera municipal. Tres veces. Hasta que la última vez ni en la perrera apareció. De Zar no quiero contar nada más por hoy.




      ¿Y porqué todo esto? Porque viendo y leyendo por aquí y por allá lo que son capaces de hacer algunos animales racionales con otros que son irracionales, pero que tienen unos sentimientos muy superiores y mucho más sanos que los que dicen ser sus dueños, no me queda duda alguna de que he tenido buenas mascotas y que ellas han tenido el mejor amigo que han conseguido encontrar.

      Hoy disfruto de otra cuya propietaria es mi hija, que por irse a ganar el pan con el sudor de su frente lejos de casa, quedó a mi cargo. Y cada día se hace más cariñoso, aunque nunca lo será como los anteriores. Su condición felina no le permite ser tan cariñoso. Aún así, retraído e individualista, voy consiguiendo que el paso de los años lo hagan ser un buen compañero que se marca sus horarios a la hora de comer y que coinciden con sus mayores momentos de amistad. 


      Mi hija le llamó Leonardo, yo le llamo Leónidas, y la amistad lo deja en Leo.